Hubo un tiempo en el que todo eran Dioses; no existían los mortales.
Los Dioses -que se aburriran- mezclando fuego y tierra en las proporciones correspondientes, crearon a los hombres y los animales. Antes de insuflarles la vida encargaron a Prometeo, y a su hermano Epimeteo, repartir las fuerzas y cualidades entre ellos.
Epimeteo, el menos lúcido de los dos, se ofreció para realizar el reparto, Prometeo se encargaría de supervisarlo.
Epimeteo emprendio la tarea con celo; intentó ser justo y equitativo con todos los animales, a los pequeños e indefensos les hizo rápidos, para que pudiesen huir y esconderse de los depredadores.
Repartió todos los dones y virtudes de forma que ninguna especie se quedase sin defensa y que todas pudiesen sobrevivir... pero ay! cuando le toco el turno a la última especie, el hombre, se dió cuenta de que no le quedaban atributos.
Había repartido todas las virtudes, y el ser humano se encontraba indefenso; sin defensas este ser imperfecto estaría condenado a desaparecer.
Se acercaba el día en el que tambien el hombre tenía que formar parte de los habitantes de la tierra y Epimeteo no había solucionado el problema.
Prometeo, consciente de la gravedad del problema y de la situación -precaría- en que han dejado al hombre por un descuido intenta robarle a Zeus el fuego, sin éxito.
Pero a Prometeo, al cual no en vano se tiene como benefactor de la humanidad, persevera en su misión y acaba robando las artes de Hefeso y Atena, llevandose tambien el fuego, ya que sin éste, las artes, no les servirían de nada.
Zeus, al que nada se le escapa, vuelve a percatarse y castiga a la humanidad y a Prometeo duramente; ordena a Hefeso moldear una mujer de arcilla, Pandora, y le insufla la vida. Esta se convierte en la mujer de Epimeteo, que desobedece los consejos de su hermano, de no aceptar nunca regalos de los Dioses.
Pero Pandora no viene sola; su dote es un ánfora que contiene todas las desgracias de la humanidad. Y como en todas las leyendas es la mujer, curiosa, la que no puede resistirse y, pese a la advertencia, termina abriendo la caja y esparciendo las desgracias por el mundo.
Por otro lado, Zeus ordena a Hefeso encadenar a Prometeo en una montaña del Caucaso. Todos los días un aguila vendrá a comerse su higado que, para mayor desgracia, le volverá a crecer cada noche...y así durante toda la eternidad, pues Prometeo es inmortal.
El hombre, animal sin atributos, ya no puede sobrevivir sin el pharmakon: el objeto técnico.
Prometeo y Epimeteo, representan las dos caras del progreso. Prometeo nos dió la técnica, pero fue Epimeteo, con su comportamiento impulsivo y poco reflexivo, el que hizo que esta fuese necesaria para nuestra subsistencia, el que nos encadeno a ella.
Todo el mundo celebra a Prometeo y nadie se acuerda de Epimeteo.
El pharmakon es ambiguo por naturaleza, es remedio y veneno a la vez; así es la técnica.
Hoy en día no pensamos en esto cuando aparece una nueva necesidad; una aplicación en el movil, un nuevo Smartphon etc... Solo vemos el progreso, no queremos ver que nos esclaviza, que pasa a dominar nuestra vida.
Allí dónde la técnica nos domina nos convertimos en seres a la deriva. En esclavos. En automatas.
Según Bernard Triegler fue Platón el primero que acabó (por miedo) con la ambigüedad del pharmakon; incapaz de soportarla en su libro Politeias, destierra a los poetas -los únicos aun consciente de que el saber es trágico- del mundo feliz e instala la técnica, lo deja todo atado y bien pensado.
Platon nos convirtió en el Homos Faber que somos. Y el que haya leido a Frisch o visto a Schlöndorf, sabrá que es el punto ciego, el Epimeteo de Faber, esa pseudofortaleza suya, la semilla de su propia destrucción.
El mundo no es controlable.
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