Era inevitable. El olor del café matutino me recordaba cada día que no podía compartirlo con la persona amada. Más tarde, al salir a la calle, la visión de la gente enmascarada me removía el estómago provocándome una emoción incierta que se asemejaba a la tristeza.
El sentido real de las máscaras había sido puesto en duda demasiadas veces por los mismos expertos que ahora las recomendaban, de modo que lo que se iba imponiendo poco a poco como gesto obligatorio de respeto hacia el otro, me parecía más un símbolo de distancia que iba más allá del metro y medio.
"Social distancing".
Pandemia arriba o abajo, las cosas no emergen de la nada y la social distancing que ahora mantenemos, convencidos u obligados, es algo que llevamos practicando hace mucho tiempo. La tecnología
nos ha ido facilitando las cosas de tal modo, nos ha independizado de tantas dependencias, que hemos sucumbido a la ilusión de que no necesitamos a nadie (más que a nuestro aparatito
anexo).
La consecuencia de esto es que a fuerza de no encontrarnos (hablo de un encuentro verdadero, que solo puede acontecer si nos mostramos auténticos y vulnerables) con el Otro (que
representa lo distinto) hemos perdido la capacidad de enfrentarnos a él, de negociar con él, de hacer compromisos y por ende de intimar.
Ya solo lidiamos con el otro, al que tendemos a convertir en enemigo, en masa y escondidos detrás de alguna causa.
El acercamiento real al Otro nos da miedo porque sabemos que es susceptible de herirnos. Pues como decía Kafka el verdadero sufrimiento -como la cura- solo es transmisible de persona a persona.
Poco a poco nos hemos ido convirtiendo en personas aparentemente hipersociales y profundamente aisladas.
Y el social distancing es la culminación de este proceso.
El presentador de "La vida moderna", David Broncano, se sorprendía estos días de las conclusiones de un estudio científico que había caido en sus manos. Según este los niños abandonados en
orfanatos enfermaban por falta de contacto.
Uno de los primeros estudios que advirtió este efecto es el de Rene Spitz y se remonta a los años 50 del siglo pasado. Spitz observó que los niños abandonados, a pesar de ser alimentados, no solo
enfermaban sino que se atrofiaban en su desarrollo y moría. De hecho existen estadísticas de casas de acogida de finales del SXIX y las cifras de las muertes en las capitales europeas oscilan
entre el 70 y el 99 %. Casi todos morían poco después de ser abandonados.
O quizás
haya leido el estudio longitudinal que se esta llevando a cabo en Rumania desde hace algunos años, el Budapest Early Intervention Proyect. En este país, a causa de una política nefasta que
promovía la procreación como inversión, abundan los niños abandonados y los científicos los están utiliando de sujetos experimentales para probar teorías que llevan tiempo probadas. Efectivamente,
los resultados de este estudio confirma con creces las conclusiones de Spitz; necesitamos el contacto humano.
El contacto es fundamental para el desarrollo, para el sistema inmune y para la vida en general.
Pero hay verdades científicas que nos cuestan más de creer que otras, aunque sean obvias, y son aquellas que nos obligaría a replantearnos nuestra existencia.
Hoy hemos canjeado contacto por higienismo y el Otro, como advertía el filosofo alemán Peter Sloterdijk estos días, adquiere ahora una nueva capacidad, esta vez biológica, de hacernos
daño.
Así que ya tenemos un motivo más, esta vez científicamente probado, para evitarlo.
No deja de ser curioso que, en medio de todo esto, muera Aute, el cantante del contacto, del amor y la concupiscencia.
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Lu (domingo, 12 abril 2020 16:39)
Tu forma de observar esta pandemia es sumamente particular e interesante. Saludos desde Perú