La fiesta

*dedicado a Denia.

 

Cuando comenzó el confinamiento, algunos se consolaban, intuyendo pero sin querer detenerse a pensar en ello, lo que se les venía encima, hablando de la fiesta se iba a celebrar cuando este terminase. No en vano evitaban pensar en profundidad pues, de haberlo hecho, se habrían dado cuenta de que había al menos tres motivos de peso para sospechar que tal fiesta, como hemos visto a posteriori, no iba a tener lugar.

 

El primero eran los efectos psicológicos del encierro. Nos imaginamos saliendo de él tal y como habiamos entrado, nadie contaba, y muchos aun se resisten a reconocerla, con la profunda huella que estos meses excepcionales iban a dejar en nosotros (es el miedo y no la razón la que nos aferra a la máscara).

 

El otro motivo, este algo menos obvio, era la misma naturaleza de la amenaza de la cual nadie podría darnos nunca un certificado que garantizase su inocuidad. Esto lo empezamos a intuir cuando comenzamos a ver la confusión de la ciencia, que algunos siguen sin ver, canonizados como están sus representantes, y su incapacidad para ofrecernos respuestas.

 

Y, last but not least, y dejando las conspiraciones a un lado, que el tiempo anterior ya no iba a volver sino que ibamos a pasar a una „nueva normalidad“ en la que la fiesta, de momento, no esta invitada.

 

Y efectivamente, el confinamiento terminó, pero el miedo -como el virus- siguió como si nada.

 

Y al miedo se le sumo la frustración que terminó deveniendo en odio que se descarga, según el día, contra incívicos varios, adolescentes disfrutones o extranjeros invasores de nuestras playas. Un clásico muy humano; descargar la frustración contra el primero que pase por debajo de la farola de la prensa.

 

 

Con esto no quiero decir que no tengamos motivos para estar frutrados (solo que no son los que creemos sino los que hemos vivido).

 

Ni que la idea de la fiesta fuese mala, de hecho, era muy buena.

 

La fiesta es catarsis y la catarsis sociales son necesarias para expulsar tensiones que, de no encontrar esta válvula de escape, deberán descargarse de otro modo.

 

Y Denia, un pueblo que siempre se pavoneo de ser el más festero (se rumoreaba que estaba en el Guiness de pueblo con más fiestas) de España, se ha convertido, en el tiempo que va de la primavera al verano, en un lugar hóstil en el que la fiesta (de los sustitutos que se nos proponen mejor ni hablar) esta prohibida hasta nuevo decreto.

 

 

Pero la vida solo se sostiene y se sostendrá como alternancia de trabajo y fiesta, de control y descontrol.

 

El trabajo nos exige una conducta razonable, en la que no se admiten los impulsos jubilosos que liberamos en la fiesta o, más generalmente, en el juego, en lo lúdico. En el trabajo el hombre se controla. Y en el tiempo sagrado que es la fiesta este orden se subviete; dilapidamos los recursos acumulados durante los meses de trabajo, suspendemos toda contención y consumimos sin pensar en el mañana (y mucho menos en la salud).

 

 

Pues la fiesta es erótica y dionisiaca.

 

Me pregunto cómo es posible que en unos pocos meses nos hayamos olvidado de la esencia de nuestra cultura festera, que hace (hacía) del caracter mediterraneos algo tan envidiable y era el motivo por el cual muchos extranjeros venían a visitarnos, queriendo impregnarse de lo nuestro.

 

Es muy triste observar desde la distancia como la fiesta ha terminado (antes de comenzar) y como los tímidos (o no tan tímidos) amagos de los que lo intentan son denunciados por los ciudadanos responsables en los que nos hemos convertido.

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