Es una persona concienciada y preocupada por el funcionamiento de la sociedad.
Le preocupa incluso más allá de su propio interés. Se considera un humanista, no obstante piensa que deberían ser las leyes las que regulasen las relaciones humanas.
Leyes sólidas.
No cree en el mal y está convencido que si alguien no cumple la ley es por desconocimiento o por un malentendido que él esta dispuesto a aclarar. Tiene algo de misionero; su misión es concienciar a las personas, eso si, siempre de un modo no violento.
Este último aspecto es fundamental para él; todo debe ser no violento. La violencia es lo que más asusta al moralista. Le asusta hasta unos niveles paralizantes, por lo cual la evita a toda costa. El sería incapaz de violencia, de esto está totalmente convencido. Para evitar la violencia, piensa, deberían endurecerse y ampliarse las leyes (en esto el moralista no ve violencia). Le sorprende que a las instituciones se les escapen grietas que el detecta sin grandes esfuerzos y aunque nunca osaría confesarlo en su fuero interno esta convencido de que deberían darle un puesto de poder, que él desempenaria con celo y eficiencia. Todos se sorprenderían de su valía y de este modo contribuiría con su granito de arena a hacer de este un mundo un lugar mejor (aquí el moralista se estremece).
La libertad no es un valor para el moralista y le molesta cuando alguien trae el tema a colación. No se explica porque la gente se empeña en hablar de libertad cuando la cuestión estriba en que todos y todas cumplamos las normas. Si todos actuasemos adecuadamente, el mundo sería necesariamente un lugar mejor.
Y esto es una verdad innegable, absoluta, matemática, que nadie en su sano juicio se atrevería a cuestionar.
En todo caso él no necesita más libertad, al revés, considera que ya hay demasiada y no entiende por qué la gente no se da cuenta de que si todo esta regulado, habrá una respuesta para todo y eso nos permitirá tomar decisiones sin equivocarnos. Pues este es otro de los temores secretos del moralista; equivocarse (y tener que respüonder ante alguna instancia).
Pero lo que más atormenta al moralista, le hace sentir una punzada en el estómago, altera la expresión de su rostro e incluso le impide dormir por las noches es que haya gente que disfrute más que él. Disfrutar de una manera que a él le es ajena.
Cuando el moralista detecta algo así siente una necesidad imperiosa de denunciarlo y siempre acaba encontrando un subterfugio para poder hacerlo en nombre de alguno de esos grandes principios que él defiende.
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