He oido a las sirenas cantándose cara a cara.
No creo que canten para mi
T.S. Eliot
Que "el virus sigue ahí" se está convirtiendo en motivo suficiente para prohibirlo, ordenarlo y regularlo todo.
Y eso a pesar de que la letalidad de la nueva variante, llamada también "fiesta", se hace esperar.
En poco más de un año hemos olvidado de que nuestro cuerpo está repleto de virus y bacterias, la mayoría de ellos inocuos mientras nuestro sistema inmune funcione.
De hecho hemos olvidado que, al menos hasta el 2020, teníamos un sistema inmune.
No nos ha costado demasiado esfuerzo este olvido. Llevábamos ya tiempo acostumbrados a delegarlo todo en la tecnología, a dejar que ella pensara por nosotros. Así que, por la misma regla de tres, hoy esperamos que las vacunas, reforzadas eso si con rituales higiénicos que llevamos a cabo concienzudamente, nos defiendan de toda la suciedad biológica que pueda haber ahí fuera. (Dentro pareciera que todo es pureza).
El trauma social que ha generado el pánico mediático constante nos ha convertido en gallinas espantadas y corderos obedientes que aceptan sin rechistar que el único recurso ante un enemigo invisible y omnipresente es cerrarlo todo, en especial todo aquello que produzca placer.
Está prohibido vivir. Nos sentimos indignados cuando alguien lo pretende. Cada vez que alguien lo intenta recibe una condena unanime. Especialmente si son jóvenes. En las ganas de vivir de los jóvenes vemos reflejado nuestro miedo a la vida o peor: el tiempo que perdimos. El tiempo que no vivimos. Los años que procastinamos la vida, guardándola para más adelante, confiando siempre en aquello de que cualquier tiempo futuro sería mejor.
Y ahora que (nuestra lógica aun se resiste a aceptarlo) tomamos conciencia de que ese tiempo es irrecuperable (así vivamos 100 años más en este estado de conservación) no podemos aceptarlo.
Ni siquiera para buscar culpables nos queda energía. Esperamos que nos los sirvan.
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