Mi novio es un robot

Kurt Tucholsky, escritor alemán de principios del siglo SXIX dijo una vez que "el pueblo siente bien, pero piensa mal". No hacía mucho que un médico vienés había inflingido a la humanidad una de sus grandes heridas; la del inconsciente. Después de tener que encajar que ni somos el centro del universo ni una especie escogida, nos tocaba asumir que ni siquiera en nuestra propia casa teniamos el control.

 

Casi un siglo después (la ciencia siempre llega tarde) los neurocientíficos corroboraron la existencia de actividad mental (y corporal) inconsciente que era, sin embargo, mucho más importante, rápida, precisa y vital para nuestra supervivencia que nuestro conocimiento racional.

 

Hoy me he enterado de que la artista espanola Alicia Framis, de la que nunca había oido hablar, va a  tener el honor de ser la primera mujer en contraer matrimonio con un holograma.

 

Según Framis, "los companeros virtuales servirán para combatir la soledad".

Cada vez nos vamos acostumbrando más a la idea de utilizar las nuevas tecnologías como sustitutos de seres humanos. Y ya hay quienes sostienen que a medida que humanizamos las máquinas nuestra humanidad, es decir nuestra capacidad de resonar con el otro, de querer, de compartir, de sentir empatía y sensualidad, de imaginar y de crear, se va apagando.

 

Hemos perdido el interés en nosotros mismos.

 

Adhiriendonos a la filosofía de esos grandilocuentes tecnooptimistas que afirman, sin pudor, que somos los nuevos Dioses, hemos elevado la máquina a la categoría de mejor humano. Nos han convencido de que ellas ya nos superan -o lo harán manana- no solo en inteligencia sino tambien en empatía y sentido moral.

 

A todo esto, que lo único que hace la máquina es calcular y simular y que detrás de estos algoritmos inteligentes, como detrás de aquel automata ajedrecista decimonónico, sigue habiendo un ser humano que saca partido de nuestra estupefacción, no parece interesarnos.

 

Atrofiados nuestros sentidos antes incluso de haber explorado sus potencialidades nos hemos rendido, llenos de vergüenza prometeica, a la máquina y parece que lo único que nos queda es declararle nuestro amor.

 

Hay que decir que las historias de amor entre máquinas y humanos no son nuevas.

En el SXIX cuando el mundo comenzaba a mecanizarse peligrosamente E.T.A. Hoffman escribió su mítico relato "El hombre de arena". El protagonista, Nathan, se enamora fatalmente del rudimentario robot, Olimpia y acaba arrojandose al vacio desde la torre del campanario.

 

Las máquinas no van a librarnos de la soledad.

Unicamente van a cubrirla de otra capa más de confusión de la que nos va a ser muy difícil deshacernos.

 

Así funciona la tecnólogía; robándonos la posibilidad de una vida sencilla crea soluciones para problemas que no existían los cuales a su vez crearan nuevos problemas que requerirán nuevas soluciones y asi exponencialmente. Nos hemos metido en una rueda perniciosa de la que ni queremos, ni sabemos cómo, ni nos dejarán salir. Lo único que progresa adecuadamente es el malestar en la cultura y el negocio de unos pocos.

 

Y sin embargo, estoy con Tucholsky; el ser humano siente bien. Contra la soledad solo hay un remedio; el amor.

Conseguiremos enganar a la razón, puede que también a los sentidos, pero nunca al inconsciente ni al cuerpo (que vienen a ser lo mismo).

 

Con respecto a Framis; que sea feliz, se coma su perdiz, siga haciendo sus performance, pero no pretenda darnos gato por liebre.


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